Hemos aceptado, durante estos largos meses de cuarentena, tener nuestras reuniones a la distancia. A dar y recibir clases de manera remota. A festejar y a beber con amigos de manera virtual. Hemos visto conciertos a la distancia. La capacidad ya estaba allí, pero la sociedad y la economía no se animaban a dar el paso. La cuarentena ha significado la aceptación de la interacción remota y eso, más la aceleración en la automatización de muchas habilidades, cambiará de manera radical el perfil del empleo y del lugar de trabajo.
Quizá el aula como existía hasta hace tres meses sea ya una reliquia. Mientras no exista una vacuna, en países que no sean Nueva Zelanda, en donde aparentemente el virus ha sido erradicado, juntar en un aula escolar a cuarenta personas durante dos horas o más es una práctica con un alto riesgo sanitario.
Yo he podido potenciar mis clases en la universidad invitando a colegas expertos en temas del curso, a quienes me hubiera sido muy complicado llevar en circunstancias normales. A pesar de las dificultades, creo que este semestre, y siempre con el riesgo de contagio afuera, ha sido uno de los más productivos para mis alumnos de la facultad gracias a la colaboración generosa de varios amigos que, con gusto, se han conectado a la clase y compartido con mis alumnos su conocimiento. Regresar al aula física representará, en ese sentido, un retroceso.
La oficina ya no es tan necesaria como lo era. Ya existe algo mejor que el aula que conocemos. La discusión política, las tareas administrativas, la difusión de conocimiento y el entretenimiento han sido forzadas a encontrar vías para su desempeño bajo las arduas circunstancias de la pandemia. Y, a su modo, han florecido.
En una economía de servicios, en donde incluso el comer y el beber afuera, mientras no exista una vacuna masiva, seguirán siendo actividades de riesgo importantes, muchos espacios físicos serán redefinidos. La tecnología ha revelado su potencial a una sociedad que se ha visto obligada a refugiarse en sus casas. Y haciendo de tripas corazón, nos hemos dado cuenta de que la oficina, el aula, el restaurante, el bar, tienen sustitutos adecuados con el fin de evitar el riesgo de contagio.
Mientras ciudad tras ciudad, estado tras estado, país tras país, acometen el arriesgado intento de reabrir las economías, aun a costa de un rebrote agresivo de la pandemia, aun a sabiendas de que habrá un repunte en el número de víctimas y fatalidades, muchas realidades de la vida laboral se verán modificadas y, con ellas, el empleo.
Si una parte de la sociedad, tras la reapertura, continúa en casa, los aforos de transporte serán menores. Si una parte de la sociedad sigue trabajando en casa, las oficinas le quedarán demasiado grandes a las empresas, las aulas, los restaurantes y los bares seguirán demasiado vacíos, los estadios muy silenciosos, los conciertos apagados, los centros comerciales desangelados.
Y con la capacidad física instalada subocupada, todo el empleo asociado a la misma, en términos de operación y mantenimiento, tendrá entonces un regreso recortado. No necesitaremos el mismo número de choferes de microbuses, de meseros, de recepcionistas e intendentes. Por poner algunos ejemplos. Cuando las economías regresen, el empleo regresará, pero muchos pasos por detrás y rengueando
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